domingo, 28 de octubre de 2012
LEYENDA DEL SOLDADO ENCANTADO (Washington Irving)
Todos han oído hablar de la cueva de San Cipriano,
en Salamanca, donde en tiempos remotos se enseñaba en
secreto astrología, nigromancia, quiromancia y otras artes
misteriosas y abominables, por un viejo sacristán que, al
decir de la gente, era el mismo diablo disfrazado. Hace
mucho tiempo que la cueva está cerrada y olvidado hasta
el mismo lugar donde se encuentra, si bien, según la tradición, la entrada se hallaba cerca de donde se alza la cruz de
piedra de la plazuela del seminario Carvajal, y esta tradición parece estar corroborada, hasta cierto punto, por
las circunstancias de la siguiente historia.
Había una vez un estudiante de Salamanca, don Vicente por nombre, de esa especie alegre, pero mendicante,
que emprende el camino del saber sin un céntimo en el
bolsillo para el viaje y que durante las vacaciones de la
Universidad va pidiendo, de pueblo en pueblo y de ciudad
en ciudad, para allegar fondos que le permitan proseguir
los estudios del curso siguiente. Encontrábase a punto de
iniciar sus andanzas, y siendo algo músico, llevaba terciada
a la espalda una guitarra con la que distraer a los aldeanos
y obtener algún dinero con que pagar una comida o una
noche de posada.
Al pasar junto a la cruz de piedra de la plaza del Seminario se quitó el sombrero e hizo una breve invocación
a san Cipriano para que le concediese buena suerte, cuando al bajar los ojos al suelo vio algo relucir al pie de la cruz.
Habiéndolo recogido, resultó ser una sortija de sello, de
una aleación de metal en la que parecían haberse combinado el oro y la plata. Como dibujo, el sello llevaba dos
triángulos, que se cruzaban formando una estrella. Se dice
que este dibujo es un signo cabalístico inventado por el
sabio Salomón, de extraordinario poder en todos los casos
de encantamiento; mas el honrado estudiante, como no era
sabio ni brujo, no sabía nada de aquello. Tomó el anillo como regalo de san Cipriano en premio a su oración, se lo
colocó en el dedo, hizo una reverencia a la cruz y, arañando su guitarra, partió alegremente para su viaje.
La vida de un estudiante mendigo en España no es lo
más miserable del mundo, sobre todo si tiene talento para
hacerse agradable. Anda libremente de aldea en aldea, de
ciudad en ciudad, dondequiera que la curiosidad o el capricho le llevan. Los curas rurales, que en su mayoría han
sido estudiantes mendigos en su tiempo, le dan abrigo durante la noche y sabrosa comida, y con frecuencia le enriquecen con varios cuartos por la mañana. Al presentarse de
puerta en puerta por las calles de las ciudades no reciben
ningún áspero desaire ni frío desdén, pues no hay deshonra
en sostener su mendicidad, ya que muchos de los hombres
más doctos de España comenzaron su carrera de esta forma;
pero si, como el estudiante en cuestión, es un paje bien parecido y alegre compañero y, sobre todo, si sabe tocar la
guitarra, está seguro de hallar una cordial acogida entre los
campesinos y sonrisas y favores entre sus hijas y esposas.
De esta manera, pues, recorrió la mitad del reino nuestro raído y musical hijo de la ciencia, con el propósito firme
de visitar la famosa ciudad de Granada antes de su regreso.
Se acogía a veces, para pasar la noche, al refugio de algún
cura de aldea, y otras se guarecía bajo el humilde, pero hospitalario, techo de un labrador. Sentado a la puerta de la choza con su guitarra, deleitaba a las gentes sencillas con sus canciones, o tocaba un fandango o bolero que hacía bailar a los
morenos mozos y mozas en el blando anochecer. A la mañana siguiente partía con las amables palabras de sus huéspedes
y las dulces miradas y acaso un apretón de manos de la hija.
Llegó, al fin, al principal objeto de su errabundo andar, a la famosa ciudad de Granada, y saludó con asombro
y placer sus torres moriscas, su amorosa vega y sus nevadas
montañas, que resplandecían a través del ambiente estival.
Inútil decir con qué ávida curiosidad traspasó sus puertas
y recorrió sus calles, contemplando los monumentos orientales. Todo rostro femenino, asomado a una ventana o resplandeciente en un balcón, era para él una Zoraida o una
Zelinda, y no podía tropezar con ninguna elegante dama en la Alameda sin imaginársela una princesa mora
y extender su capa estudiantil bajo sus pies.
Su talento musical, su buen humor, su juventud y buen
semblante le ganaron el general aprecio, a pesar de sus raí-
dos ropajes, y durante varios días llevó una vida alegre en
la vieja capital morisca y sus alrededores. Uno de sus frecuentados lugares era la fuente del Avellano, en el valle del
Darro. Es uno de los sitios populares de Granada, desde
tiempos de los moros, y allí tuvo oportunidad el estudiante
de proseguir sus estudios de belleza femenina, rama del
saber a la que se sentía bastante inclinado.
Allí se sentaba con su guitarra e improvisaba canciones de amor a los admirados grupos de majos y majas, o incitando al baile con su música. En esto estaba entretenido
una tarde, cuando vio llegar a un padre de la Iglesia, ante
cuya presencia todos se descubrieron. Sin duda se trataba
de un hombre importante; era ciertamente espejo de buena, si no de santa vida; robusto y colorado, llegaba respirando por todos sus poros el ardor del tiempo y del ejercicio de
su paseo. Siempre que por allí pasaba solía, de cuando en
cuando, sacar un maravedí del bolsillo para otorgárselo
a algún mendigo con aire de señalada caridad.
—¡Ah, padre bendito! —exclamaban—. ¡Dios le dé
larga vida y ojalá llegue muy pronto a obispo!
Para ayuda de sus pasos, al ascender la colina, apoyá-
base suavemente, alguna que otra vez, en el brazo de una
joven sirvienta, sin duda la cordera predilecta de éste, el
más bondadoso de los pastores. ¡Y qué joven! Andaluza de
los pies a la cabeza, desde la rosa que llevaba en el pelo
hasta los zapatitos de hada y las medias de encaje; andaluza
en todo momento, en todas las ondulaciones de su cuerpo;
¡andaluza lozana y ardiente! Pero, además, ¡tan recatada!
¡Tan tímida! Siempre con sus ojos bajos, escuchando las
palabras del padre, o si por ventura dejaba escapar una
mirada de soslayo, pronto la reprimía y, una vez más, bajaba sus ojos al suelo.
El buen padre miraba beatíficamente a la concurrencia
que se reunía en torno a la fuente y tomaba asiento con cierto énfasis sobre un banco de piedra, en tanto la doncella se
apresuraba a traerle un vaso de agua rutilante. Bebíala a sorbos, pausadamente, con regusto, mezclándola con una de
esas esponjosas yemas escarchadas, tan del gusto de los
epicúreos españoles, y al devolver el vaso a la mano de la
joven pellizcábale la mejilla con infinita y desinteresada
bondad.
«¡Ah, buen pastor! —decíase el estudiante—. ¡Qué
felicidad ser recogido en su regazo con semejante corderilla por compañía!»
Mas no era probable que le aconteciese cosa tan buena. En vano ensayó aquellas facultades de agradar que tan
irresistibles resultaran con los curas de aldea y mozas de
lugar. Jamás había tocado la guitarra con tanta habilidad;
jamás había derramado más conmovedoras endechas; pero
ahora no tenía que habérselas con un cura de aldea ni una
moza de lugar. Sin duda, al digno sacerdote no le agradaba la música y la púdica damisela no alzaba jamás sus ojos
del suelo. Poco tiempo permanecieron en la fuente; el buen
padre avivó su regreso a Granada. La joven lanzó al estudiante una tímida mirada al marcharse, pero ¡le arrancó el
corazón del pecho!
Cuando hubieron ido, preguntó por ellos. El padre
Tomás era uno de los santos de Granada, modelo de orden, puntual en la hora de levantarse, en la de dar un paseo para abrir el apetito, en las horas de comer, en su hora
de dormir la siesta, en la de jugar al tresillo, por las tardes,
con algunas de las damas de la tertulia de la catedral; en
la hora de retirarse a descansar, a fin de reunir nuevas fuerzas para realizar una análoga serie de deberes al día siguiente. Tenía un cómodo y dócil mulo para sus paseos;
un ama de llaves muy ducha en prepararle exquisitos bocados para su mesa, y la corderilla predilecta, que le ahuecaba la almohada por la noche y le llevaba el chocolate
por las mañanas.
¡Adiós la alegre e irreflexiva vida de estudiante! Aquella mirada de soslayo de unos ojos brillantes había sido su
ruina. Ni de día ni de noche podía borrar de su imaginación la imagen de aquella recatadísima damisela. Buscó la
mansión del padre; mas, ¡ay!, que era superior a esa clase
de moradas accesibles a un estudiante vagabundo como él.
El digno padre no sentía simpatías por él; no había sido
estudiante sopista ni se había visto obligado a cantar para
comer. Puso cerco a la casa durante el día para lograr alguna que otra mirada de la joven cuando se asomaba a la
ventana; mas estas miradas no lograban sino avivar la llama, sin alimentar su esperanza. Daba serenatas bajo su
balcón por las noches, y una vez sintió renacer su ilusión al
ver aparecer algo blanco en una ventana. ¡Ay, pero no era
sino el gorro de dormir del padre!
Jamás hubo enamorado más ferviente ni damisela
más tímida; el pobre estudiante estaba desesperado. Llegó, al fin, la víspera de San Juan, cuando las gentes humildes de Granada pueblan el campo, se pasan la tarde
bailando y la noche en las orillas del Darro y del Genil.
Felices los que en esa noche memorable lavan sus rostros
en esas aguas en el preciso instante en que la campana de
la catedral da las doce, porque en ese momento tienen la
virtud de embellecer. El estudiante, puesto que nada tenía que hacer, dejose arrastrar por el tropel festivo, hasta
encontrarse en el estrecho valle del Darro, bajo la altiva
colina y las rojizas torres de la Alhambra. El lecho seco
del río, las rocas que forman sus márgenes, los jardines
que se asoman a él, llenos estaban de abigarrados grupos, bailando bajo las parras y las higueras al son de guitarras y castañuelas.
El estudiante permaneció algún tiempo sumido en
triste melancolía, apoyado contra uno de los enormes y deformes granados que adornan los extremos del puentecillo
sobre el Darro. Lanzó una ávida mirada sobre el divertido paraje, donde todo caballero tenía su dama o, para decirlo con más propiedad, cada oveja su pareja; suspiró al verse
en tan solitario estado, víctima de los negros ojos de la más
inaccesible joven, y lamentose de sus raídas vestiduras, que
parecían cerrarle por completo la puerta a la esperanza.
Poco a poco llamole la atención un vecino igualmente
solitario. Era éste un alto soldado, de grave aspecto y barba canosa, que parecía estar apostado como centinela en el
granado de enfrente. Tenía el rostro curtido por la intemperie, iba ataviado con una antigua armadura española,
con lanza y escudo, y permanecía inmóvil como una estatua. Lo que sorprendía al estudiante era que, no obstante
estar tan extrañamente vestido, pasaba totalmente inadvertido para la multitud, a pesar de que muchos casi se rozaban con él.
«Ésta es una ciudad de singularidades de otros tiempos —pensó el estudiante— y, sin duda, ésta es una de
ellas, y sus habitantes están demasiado familiarizados para
sorprenderse»
Sin embargo, se había despertado su curiosidad,
y puesto que era de carácter sociable, acercose al soldado:
—¡Qué rara y qué antigua es la armadura esa que llevas, camarada! ¿Se te puede preguntar a qué cuerpo perteneces?
El soldado dejó escapar una entrecortada respuesta
de entre un par de mandíbulas, que parecían enmohecidas
en sus articulaciones.
—La Guardia Real de Fernando e Isabel.
—¡Santa María! ¿Cómo puede ser eso, si hace tres
siglos que existió ese cuerpo?
—Y tres siglos hace que monto guardia. Ahora abrigo la esperanza de que mi turno toque a su fin. ¿Deseas
fortuna?
El estudiante levantó su andrajosa capa como respuesta.
—Ya te entiendo. Si tienes fe y valor, sígueme, que tu
fortuna estará hecha.
—Despacio, camarada; para seguirte a ti poco valor
necesitaría el que nada tiene que perder, a no ser la vida
y una vieja guitarra, ninguna de las dos de gran valor; pero mi fe ya es diferente, y no he de tentarla. Si mi fortuna
ha de mejorarse con un acto criminal, no pienses que mi
raída capa va a hacer que yo lo cometa.
El soldado se volvió hacia él con aires de disgusto.
—Mi espada —le dijo— no se ha desenvainado jamás sino por la causa de la fe y el trono. Soy cristiano viejo, confía en mí y no temas ningún mal.
El estudiante le siguió, maravillado. Observó que nadie se preocupaba de su conversación y que el soldado se
abría paso entre varios grupos de gentes ociosas sin ser advertido, como si fuese invisible.
Después de atravesar el puente, el soldado le guió por
un sendero estrecho y pronunciado que discurría junto a un
molino moro y un acueducto, subiendo después por el barranco que separa los terrenos del Generalife de los de la
Alhambra. El último rayo de sol brilló sobre las almenas
de esta fortaleza, que se divisaba allá en lo alto, y las campanas conventuales proclamaban la fiesta del día siguiente.
El barranco estaba encubierto por higueras, cepas y mirtos y por las torres exteriores y los muros de la fortaleza.
Oscuro y solitario, los murciélagos, que aman la media luz, comenzaban a revolotear por él. Al fin, el soldado
se detuvo ante una lejana y ruinosa torre, destinada, al parecer, a guardar un acueducto morisco. Golpeó los cimientos con el extremo de su lanza. Oyose un ruido sordo y las
macizas piedras se separaron, dejando una abertura del
ancho de una puerta.
—Entra, en el nombre de la Santísima Trinidad —dijo el soldado—, y no tengas miedo a nada.
Estremeciose el corazón del estudiante; mas hizo la
señal de la cruz, murmuró un avemaría y siguió a su misterioso guía a la profunda bóveda, abierta en la roca viva,
bajo la torre, y cubierta con inscripciones árabes. El soldado le señaló un banco de piedra labrado en uno de los
lados de la bóveda.
—Mira —le dijo—: ése es mi lecho desde hace trescientos años.
El aturdido estudiante intentó tomarlo a broma.
—¡Por san Antonio bendito! —le dijo—. Muy pesado
ha debido de ser tu sueño, teniendo en cuenta la dureza de
tu lecho.
—Todo lo contrario; estos ojos no han conocido el
sueño; la vigilia incesante fue mi sino. Escucha mi suerte.
Yo era uno de los guardianes reales de Fernando e Isabel;
pero fui hecho prisionero por los moros en una de sus salidas y encerrado en esta torre. Mientras se hacían los
preparativos para la rendición de la fortaleza a los soberanos, un alfaquí me persuadió para que le ayudase a ocultar
algunos de los tesoros de Boabdil en esta bóveda, y fui
justamente castigado por mi falta. El alfaquí era un nigromante africano que, con sus artes infernales, lanzó un
conjuro sobre mí: el de que guardase sus tesoros. Algo debió de sucederle, puesto que no volvió jamás, y aquí he
permanecido desde entonces, enterrado vivo. Años y años
han transcurrido; conmovieron los terremotos esta colina
y oí caer a tierra, una tras otra, las piedras de esta torre por
la acción natural del tiempo; mas las encantadas paredes
de esta bóveda resistieron al tiempo y a los terremotos.
»Una vez cada cien años, en la fiesta de San Juan, el
encantamiento pierde su poder absoluto y se me permite
salir y apostarme en el puente del Darro, donde me encontraste, hasta que llegue alguien con fuerza suficiente
para romper este mágico hechizo. Hasta ahora he venido
montando la guardia allí, mas en vano. Ando como envuelto en una nube, oculto a las miradas de los mortales.
Tú eres el primero que se ha dirigido a mí desde hace trescientos años. Y ahora comprendo la razón. Veo en tu dedo
el anillo del sabio Salomón, talismán contra todo encantamiento. En ti está el librarme de este espantoso calabozo
o dejarme aquí haciendo guardia otros cien años».
El estudiante escuchó este relato mudo de asombro.
Había oído muchas leyendas de tesoros escondidos por un
poderoso hechizo en las bóvedas de la Alhambra, mas siempre las consideró fábulas. Ahora advertía el valor de la sortija que en cierto modo le había sido otorgada por san
Cipriano. No obstante, y aunque armado de tan poderoso
talismán, era horrible encontrarse tête à tête en semejante
lugar con un soldado encantado, que, según las leyes de la
Naturaleza, debiera haber estado reposando tranquilamente en su tumba hacía cerca de tres siglos.
Sin embargo, un personaje de esta especie estaba por
completo fuera de lo normal y no había que tomarlo a juego, por lo que le aseguró que podría confiar en su amistad
y buena voluntad para hacer todo cuanto estuviese en su
mano para su liberación.
—Confío en una razón más poderosa que la amistad
—respondió el soldado.
Y le señaló un pesado cofre de hierro, guardado por
cerraduras y con inscripciones en caracteres árabes.
—Este cofre —le dijo— contiene un tesoro incalcuble en oro, joyas y piedras preciosas. Rompe el mágico
hechizo que me tiene esclavizado, y la mitad de este tesoro será tuyo.
—Pero ¿qué he de hacer?
—Necesitamos la ayuda de un sacerdote y una doncella cristianos. El sacerdote, para exorcizar los poderes
ocultos; la doncella, para que toque el arca con el sello de
Salomón. Esto ha de hacerse por la noche. Mas ten cuidado. Siendo ésta una solemne labor, no ha de realizarla
ningún ser carnal. El sacerdote deberá ser un cristiano
viejo, modelo de santidad; tendrá que mortificar su carne
antes de venir aquí, con ayuno riguroso durante veinticuatro horas; y en cuanto a la doncella, debe ser intachable
e impenetrable a toda tentación. No tardes en encontrarla. Mi licencia termina dentro de tres días; si no me has
libertado antes de la medianoche del tercero, habré de seguir montando la guardia durante otro siglo.
—No temas —dijo el estudiante—. Tengo a la vista el
sacerdote y la doncella que has descrito; mas ¿cómo he de
volver a poder entrar en esta torre?
—El sello de Salomón te la abrirá.
Salió el estudiante de la torre mucho más contento
de lo que había entrado. Se cerró el muro tras él, quedándose macizo como antes.
A la mañana siguiente se encaminó audazmente a la
mansión del sacerdote, no ya como un pobre estudiante
vagabundo, rascando las cuerdas de una guitarra, sino como embajador de un mundo fantástico, que posee tesoros
encantados que otorgar. No se tienen detalles de sus negociaciones, salvo que el celo del digno sacerdote se inflamó fácilmente ante la idea de librar a un viejo soldado de
la fe y un cofre del rey Chico de las mismas garras de Satán,
y, además, ¡cuántas limosnas podrían distribuirse, cuántas
iglesias podrían levantarse y cuántos pobres parientes enriquecerse con el tesoro morisco!
En cuanto a la inmaculada doncella, se mostró dispuesta a prestar su mano, que era todo cuanto se necesitaba para la piadosa obra, y, si pudiera darse crédito a alguna
que otra tímida mirada, el embajador empezaba a encontrar agrado en sus púdicos ojos.
Sin embargo, la mayor dificultad estribaba en el ayuno a que había de someterse el padre. Dos veces lo intentó,
y dos veces la carne fue más fuerte que el espíritu. Sólo al
tercer día pudo resistir las tentaciones del aparador; mas
aún quedaba por ver si lograba prolongarlo hasta romper
por completo el hechizo.
A hora avanzada de la noche inició el grupo su subida
por el barranco, a la luz de una linterna y llevando un cesto
con provisiones para exorcizar al demonio del hambre tan
pronto como los otros demonios yaciesen en el mar Rojo.
El sello de Salomón les dejó libre el paso a la torre.
Hallaron al soldado, sentado en el cofre encantado, esperando su llegada. Se efectuó el exorcismo en debida forma.
La damisela avanzó y tocó las cerraduras del cofre con el
sello de Salomón. Saltó la tapa, y ¡qué tesoros de oro, alhajas y piedras preciosas deslumbraron su mirada!
—¡Al avío! —gritó el estudiante con alborozo, mientras procedía a llenarse los bolsillos.
—Vayamos despacio —exclamó el soldado—. Saquemos el cofre entero y luego lo dividiremos.
Pusieron, pues, manos a la obra con todo ahínco; mas
resultaba difícil la tarea; el arca era enormemente pesada
y estaba allí empotrada desde hacía siglos. Mientras estaban así ocupados, el buen dómine se apartó a un lado y lanzó una vigorosa arremetida contra la cesta, a fin de exorcizar el demonio del hambre, que le arañaba las entrañas.
En un momento devoró un grueso capón, regándolo con
un considerable trago de valdepeñas, y a modo de gracia,
tras la comida, le dio un bondadoso beso a la cordera predilecta que le servía. Todo esto fue hecho silenciosamente
en un rincón, mas los parlanchines muros lo proclamaron
como victoriosos. Jamás un casto saludo produjo efectos más desastrosos. Al oírlo, el soldado dejó escapar un
inmenso grito de desesperación: el cofre, que estaba a medio abrir, volvió a su sitio y se cerró de nuevo. Sacerdote, estudiante y doncella se encontraron fuera de la torre, cuyos
muros se habían cerrado con estrépito. ¡Ay! ¡El buen padre había roto su ayuno demasiado pronto!
Cuando se rehízo de su sorpresa, el estudiante quiso
volver a entrar en la torre; pero vio, consternado, que la
joven, asustada, había dejado caer el sello de Salomón,
quedándose éste dentro de la bóveda.
página forzada
En una palabra, la campana de la catedral dio las doce; se restauró el encanto, el soldado quedó condenado
a montar la guardia durante otros cien años, permaneciendo allí con su tesoro..., y todo porque el bondadoso
padre había besado a su doncella.
—¡Ah, padre, padre! —exclamaba el estudiante, sacudiendo la cabeza tristemente mientras descendía por el
barranco—. ¡Mucho me temo que ese beso tuviera menos
de santo que de pecador!
* * *
Y así termina la leyenda, hasta donde se ha podido
comprobar. Existe, sin embargo, la tradición de que el estudiante había sacado en el bolsillo tesoros suficientes para
elevar su condición en el mundo, que prosperó en sus negocios, que el digno padre le otorgó en matrimonio a la
cordera predilecta, a modo de enmienda por su falta de tino dentro de la bóveda; que la inmaculada joven resultó
ser modelo de esposas, como lo fuera de doncellas, y dio a su
marido una numerosa descendencia; que el primero fue una
maravilla, que nació a los siete meses del matrimonio, y, no
obstante ser sietemesino, fue el más robusto de la prole.
La historia del soldado encantado sigue siendo una
de las tradiciones populares de Granada, si bien se cuenta de diversas maneras; afirma el vulgo que aún sigue montando la guardia la noche de San Juan junto al gigantesco
granado del puente del Darro; mas continúa invisible, excepto para aquellos afortunados mortales que posean el sello de Salomón.
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