Relato al azar

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sábado, 27 de octubre de 2012

YA NO LA VEO MÁS (Ray Bradbury)


Alguien golpeó suavemente la puerta de la cocina, y cuando la señora O'Brian abrió, allí estaba su mejor inquilino, el señor Ramírez, entre dos oficiales de policía. El señor Ramírez se quedó en el porche, inmóvil, pequeño.

—¡Señor Ramírez! —dijo la señora O'Brian.

El señor Ramírez parecía agobiado, como si no encontrara palabras para explicar la situación.

Había llegado a la casa de huéspedes de la señora O'Brian hacía más de dos años y había vivido allí desde entonces. Había llegado en ómnibus a San Diego desde la ciudad de México, y luego había ido a Los Ángeles. Allí había encontrado el limpio cuartito, con un lustroso linóleo azul, y cuadros y almanaques en las floreadas paredes, y a la señora O'Brian, estricta y bondadosa patrona. Durante la guerra había trabajado en la fábrica de aeroplanos y había preparado partes de aeroplanos que volaban a algún sitio, y aún ahora, luego de la guerra, conservaba su trabajo. Había hecho dinero desde un principio. Ahorraba un poco, y se emborrachaba una vez por semana, privilegio incuestionable que se merecía todo buen trabajador según el modo de pensar de la señora O'Brian. En el horno de la señora O'Brian se cocinaban unos pasteles. Pronto los pasteles saldrían del horno algo parecidos al señor Ramírez, tostados y brillantes, hendidos en algunas partes casi como los ojos del señor Ramírez. La cocina olía bien. Los policías se inclinaron hacia adelante, atraídos por el aroma. El señor Ramírez se miró los pies como si ellos lo hubieran llevado a aquella difícil situación.

—¿Qué ocurrió, señor Ramírez? —preguntó la señora O'Brian. El señor Ramírez alzó los ojos y detrás de la señora O'Brian vio entonces la larga mesa puesta con el limpio mantel blanco, y una fuente, y vasos brillantes y frescos, y una jarra de agua con flotantes cubos de hielo, y un tazón de ensalada de papas y otro de bananas y naranjas, cortadas y azucaradas. A esta mesa estaban sentados, comiendo y charlando, los hijos de la señora O'Brian, los dos hijos mayores que comían y conversaban, y las dos hijas menores, que comían con los ojos fijos en los policías.

—He estado aquí treinta meses —dijo el señor Ramírez en voz baja, mirando las rollizas manos de la señora O'Brian.

—Bastante más que seis meses —dijo uno de los policías—. Tenía sólo un permiso temporario. Lo buscábamos desde hace tiempo.

Poco después de llegar, el señor Ramírez se había comprado una radio para su cuartito; a las tardes, la ponía muy alto y disfrutaba de ella. Y se había comprado un reloj pulsera y había disfrutado de él también. Y en muchas noches había caminado por las calles silenciosas y había visto las brillantes ropas en los escaparates y se había comprado algunas, y había visto algunas joyas y había comprado algunas para sus escasas amigas. Y había ido al cine cinco noches por semana durante un tiempo. Luego, también, había paseado en los ómnibus —toda la noche algunas noches— oliendo la electricidad, observando con los oscuros ojos los anuncios, sintiendo las ruedas que susurraban debajo de él, mirando al pasar las casitas dormidas y los grandes hoteles. Además, había ido a los mejores restaurantes, donde le habían servido cenas de muchos platos, y al teatro y la ópera. Y se había comprado un coche, que más tarde, cuando se olvidó de pagarlo, el enojado vendedor se había llevado de la calle, frente a la casa de huéspedes.

—De modo que aquí estoy —dijo el señor Ramírez—, a decirle que debo dejar el cuarto, señora O'Brian. He venido a buscar mi equipaje y mis ropas y me iré con estos hombres.

—¿De vuelta a México?

-—Sí, a Lagos. Un pueblo al norte de la ciudad de México.

—Lo siento, señor Ramírez.

—Ya guardé mis cosas —dijo el señor Ramírez roncamente, parpadeando con rapidez y moviendo ante él unas manos impotentes.

Los policías no lo tocaban. No era necesario.

—Aquí está la llave, señora O'Brian —dijo el señor Ramírez—. Ya tengo mi valija.

La señora O'Brian advirtió por primera vez que había una valija detrás del señor Ramírez, en el porche.

El señor Ramírez miró otra vez la gran cocina, y a los niños que comían y los brillantes cubiertos de plata y el lustroso piso encerado. Se volvió y miró largo rato la casa vecina, de tres pisos, alta y hermosa. Miró los balcones y las escaleras de emergencia, y las escaleras de los porches de atrás, y la ropa blanca que colgaba de los alambres y chasqueaba con el viento.

—Fue usted un buen inquilino —dijo la señora O'Brian.

—Gracias, gracias, señora O'Brian —dijo el señor Ramírez suavemente, y cerró los ojos.

La señora O'Brian estaba en el umbral, con una mano apoyada en la puerta entreabierta. Uno de los hijos dijo que se enfriaba la cena, pero ella se volvió meneando la cabeza y miró otra vez al señor Ramírez. Recordó un paseo que había hecho una vez a algunos pueblos mexicanos de la frontera, los días calurosos, los innumerables grillos que saltaban y caían o yacían muertos y quebradizos corno los pequeños cigarros en los alféizares de las tiendas, y las acequias que llevaban el agua del río a las chacras lejanas, los sucios caminos, las hierbas secas. Recordó los pueblos silenciosos, la cerveza tibia, las comidas pesadas y calientes. Recordó los lentos caballos de tiro y los conejos sedientos en el camino. Recordó las montañas de hierro y los valles polvorientos y las playas que se extendían centenares de kilómetros sin otro sonido que el de las olas... ningún coche, ningún edificio, nada.

—Lo siento de veras, señor Ramírez.

—No quiero volver, señora O'Brian —dijo él débilmente—. Me gusta aquí. Quiero quedarme. He trabajado. Tengo dinero, y soy presentable, ¿no es así? ¡No quiero volver!

—Lo siento, señor Ramírez —dijo ella—. Me gustaría poder hacer algo.

—Señora O'Brian —gritó el señor Ramírez de pronto, con lágrimas en los ojos. Extendió las manos y apretó fervientemente la mano de la mujer, sacudiéndosela, retorciéndosela, acercándola a él—. ¡Señora O'Brian, nunca más la veo, nunca más la veo!

Los policías sonrieron, pero el señor Ramírez no lo notó, y las sonrisas murieron pronto.

—Adiós, señora O'Brian. Ha sido muy buena conmigo. Oh, adiós, señora O'Brian. Nunca más la veo.

Los policías esperaron a que el señor Ramírez se volviera, recogiera la valija, y se alejara. Luego lo siguieron, llevándose la mano a las gorras para saludar a la señora O'Brian. La mujer miró cómo bajaban los escalones del porche. Luego cerró suavemente la puerta y se acercó lentamente a su silla y la mesa. Apartó la silla y se sentó. Tomó el cuchillo y el tenedor y empezó otra vez con la carne asada.

—Apresúrate, mamá —dijo uno de los hijos—. Debe de estar fría.

La señora O'Brian se llevó un bocado a la boca y masticó largo rato, lentamente. Al fin se quedó mirando la puerta cerrada. Dejó en la mesa el cuchillo y el tenedor.

—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó su hijo.

—Acabo de darme cuenta —dijo la señora O'Brian llevándose la mano a la cara—. No volveré a ver al señor Ramírez.


200 METROS LISOS (Saiz de Marco)

Pero ¿cómo pudo meterse en el estadio, escabullirse entre las vallas, los vigilantes, las gradas, y colarse en las pistas? ¿O fue que alguien del público lo soltó? El caso es que arrancó a correr poco después que los atletas. Y qué humillación tan espantosa verle cruzar la meta por delante del plusmarquista. (Se comprende que éste no levantara los brazos.) Así que ¿a quién le adjudicamos el oro olímpico: al tricampeón o al más rápido? Porque en el reglamento no dice que el vencedor tenga que ser humano. Y es que, en fin, ¡si hubiera sido un ejemplar de raza (qué digo yo: un pura sangre, un galgo…)!, pero coño, ¿cómo vamos a permitir que suba al pódium un gato callejero?

UNA REPUTACIÓN (Juan José Arreola)


La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.

La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.

Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento.

Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: "He aquí un caballero". Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí.

Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.

Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.

Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí al borde del drama.

En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra prometida. Pero no descendí incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.

Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad. El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.

Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.

ABURRIMIENTO (Harmonie Botella)


La lluvia cae sin cesar sobre el parque desolado del inmenso castillo. Los pájaros asustados se esconden debajo de los cobertizos y los cisnes blancos del estanque se refugian en una cabaña que el rey mandó construir para protegerlos.

Laura, la princesa, aburrida mira el paisaje gris que se extiende de su castillo hacia el infinito. Nada la distrae de su cansancio y de su aburrimiento. Sola, abandonada de todos, inventa juegos y amigos que no acuden para distraerle. Qué largo y pesado es el día. No ocurre nada, no viene nadie para amenizarle las horas que se suceden unas tras de otras.

Laura cansada de estos momentos vacíos llama a sus criadas una por una para que le sugieran alguna distracción. Más las sirvientas, bostezando a cada instante, no tienen mejores ideas que su joven dueña. Enfurecida, Laura las despide, las castiga y les prohíbe hablar hasta que llegue la noche.

La princesita coge su espejo y mira su dulce rostro ensombrecido por el hastío. De repente, en el fondo del espejo, se enciende una llama ambarina que brilla como un diamante. La joven pasa sus dedos sobre la luz radiante que repentinamente le quema.



Será, piensa Laura, una ficción creada por el brujo del palacio que hoy también se aburre. Mas la luz brillante empieza a tener forma y sale del espejo, vagando por la habitación con gran estruendo. Al ruido caótico se une un fuerte perfume a fresas y frambuesas del bosque.

Laura, asustada, pide auxilio, pero ni los reyes, ni la servidumbre oyen sus gritos. La llama, presa de una risa inaguantable, le pregunta lo que le ocurre, impresionándole aún más.

Laura llora y pide clemencia a esta " cosa" que le provoca tanto terror. Por fin, la llama concluye con sus risas estrepitosas y voces ensordecedoras e indica a la princesa que no piensa causarle ningún daño. Le explica que es el reflejo de su propio aburrimiento. Muy cansada en el fondo del espejo quería hacer algo divertido que le cambiase las ideas y de paso alegrar a la princesita.

Todas las tensiones desaparecen y Laura, decide convertirse en la amiga de la llama. Tranquila y serena, la princesita cuenta su mal estar por este día lluvioso sin sorpresa y sin fin. La llama le aconseja que coja un libro de cuentos y lea algún párrafo con el fin de encontrar un remedio a esta situación.

Y Laura lee y lee más cuentos a la llama hasta que cae la noche. Sin darse cuenta, las horas han pasado hasta el anochecer y Laura no ve el tiempo pasar. Cuando, más tarde, la princesita se percata que no tiene la suficiente luz para seguir leyendo, advierte también que la llama del aburrimiento ha desaparecido y que está sola en su habitación.

Miles de luces iluminan el castillo. Se oyen por todas los lugares del palacio canciones de alegría y de felicidad.

Laura acaba de comprender el poder de la lectura. En unas pocas horas, ha dado la vuelta al mundo, ha conocido miles de amigos, ha descubierto valiosos tesoros. Gracias a los libros ha vencido al aburrimiento.



viernes, 26 de octubre de 2012

HASTA LUEGO, DIEGO (Saiz de Marco)

Mi amigo Diego murió hace tres años. Sin embargo, esta tarde me lo he encontrado en una calle de Edimburgo. He tenido que venir a Escocia por motivos de trabajo, y al salir de una reunión me he topado con él. "¡Diego!", he dicho, y él no se ha dado por aludido. He repetido su nombre y entonces me ha mirado con extrañeza. Me ha costado trabajo explicarme, no sólo porque mi inglés no es bueno sino sobre todo porque cuanto más miraba a aquel hombre más me ha parecido mi amigo.

"Perdone" (he intentado excusarme), "me he equivocado. Es usted igual que un amigo mío".

"No tiene importancia. Me llamo Larry", ha dicho él. Y me he dado cuenta de que también su timbre de voz es idéntico al de Diego. Tras lo cual él me ha preguntado (sin duda a raíz de oír mi acento) "¿es usted italiano?".

"No, español", he respondido.

El caso es que me he atrevido a invitarle a un té, que finalmente han sido un té y varias copas. Nos hemos contado nuestras vidas y, aunque la suya no tiene mucha similitud con la de mi amigo, por momentos he tenido la sensación de estar hablando con Diego.

Le he explicado también cómo era mi amigo. "Físicamente era igual que tú" (lo bueno del idioma inglés es que no distingue entre tú y usted, así que en ningún momento hemos tenido que decidir tutearnos). "El parecido es asombroso, incluso el pelo y los lunares. En lo demás Diego era alegre, apasionado, chispeante... Recuerdo la última noche que estuvimos juntos. Salimos a cenar, bromeamos y al final nos despedimos como siempre: `Hasta luego, Diego´, dije yo. Y él contestó `Hasta más ver, Rafael´. En español son frases con rima. Al día siguiente Diego murió de un infarto".

Después Larry y yo hemos hablado de fútbol, de música, de cine (Larry escribe críticas en un periódico)...

Nos hemos dicho adiós con un apretón de manos. Aunque hemos anotado los teléfonos, no tengo previsto volver a Edimburgo, así que probablemente no nos veremos más.

Mientras me he girado para ir al hotel he pensado, para mis adentros, "Hasta luego, Diego". Y en ese momento Larry, como si me hubiera oído, me ha tocado en la espalda y ha dicho "Hasta más ver, Rafael".

A LA UNA DE LA MAÑANA (Charles Baudelaire)

¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!

¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.

¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible!

Recapitulemos el día: ver a varios hombres de letras, uno de los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de una revista, que, a cada objeción, contestaba:

«Este es el partido de los hombres honrados»;

lo cual implica que los demás periódicos están redactados por bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga:

«Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...;

es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo.

Háblele, y allá veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?

Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche.

Almas de los que amé, almas de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo; y vos, Señor,

Dios mío, concededme la gracia de producir algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los hombres,que no soy inferior a los que desprecio.

SOLEDAD (Pedro de Miguel)

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.

No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.

ESQUELETO (Ray Bradbury)


Ya se le había pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!



La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris pensó que le oía decir:

-¿Adivine quién está aquí, doctor?

Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente:

-Oh, Dios mío, ¿otra vez?



Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:



-¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! -Frunció el ceño y se ajustó los lentes-. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.



Harris, enfurruñado, no se movió.



El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.



-¿Todavía ahí? ¡Es usted un hipocondríaco! Ahora son once dólares.



-Pero, ¿por qué me duelen los huesos? -preguntó Harris.



El doctor Burleigh le habló como a un niño.



-¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!



Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo...



M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.



Harris se lo contó todo.



M. Munigant asintió. Había visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto.

-Muy complicado -silbó suavemente M. Munigant.

Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin había encontrado un doctor que lo entendía!

-Problema psicológico -dijo M. Munigant.

Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea.

-¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños.

El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello, éstos, aquellos y otros!

-¡Mire!



Harris se estremeció. Las radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.



M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le... trataran los huesos?



-Depende -dijo Harris.



Bueno, M. Munigant no podía ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «trataría».



Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.



Algo tocó la lengua de Harris.



Harris sintió que le desencajaban las mandíbulas, y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.



M. Munigant gritó. Harris casi le había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía para conservar... cómo decirlo.... la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.



Al día siguiente, domingo, el señor Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le había dado M. Munigant.



En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:



-¡Basta!



A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:



-¡Clarisse!



Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.



-¿Estás aún meditando, querido? -preguntó-. Por favor, deja eso.



Se sentó en las rodillas del señor Harris.



La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.



-¿Está bien que haga eso? -preguntó, sorbiendo el aliento.



-¿Qué cosa? -rió Clarisse-. ¿Mi rótula, dices?



-¿Es normal que se mueva así, alrededor?



Clarisse probó.



-Se mueve así, realmente -dijo, maravillada.



-Me alegra que la tuya se deslice, también -suspiró el señor Harris-. Empezaba a preocuparme.



-¿De qué?



El señor Harris se palmeó las costillas.



-Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!



Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.



-Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.



-Espero que no se vayan flotando por ahí.



El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse solo. Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.



-Gracias por haber venido, querida -dijo.



-Cuando quieras.



Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.



-¡Un momento! Espera... -El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices-. ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!



Clarisse arrugó la nariz



-¡Claro, querido!



Se fue bailando del cuarto.



Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora.... ahora.... ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna , moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecía algo extraño.... horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana fría.



-¡Señor! ¡Señor!



Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allí con un... esqueleto... adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?



Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo desparramadas como dados.



Se incorporó, muy tieso, pues ya no podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un... cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro. ¡Una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!



Harris tenía ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.



La voz de Clarisse llegó desde lejos, clara, dulce.



-Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?



El señor Harris sintió que se mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.



-Iré en seguida, querida -contestó débilmente.



¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!



Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!



-Excúsenme -jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardín, entre las petunias.





Esa noche, sentado en la cama mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:



-Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!



El señor Harris dejó caer las tijeras.



-¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentiría más tranquilo. -Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto-. Ojalá toda la gente fuera como tú.



-¡Condenado hipocondríaco! -Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.



-Algo que siento dentro -dijo Harris-. Algo que... comí.





A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.



-¡Señorita Laurel! -gritó el señor Harris-. ¡Basta!



Solo, meditó sobre sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona, le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo. Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor Harris se quedó mirando el aire.





La extraña sensación no desapareció. Creció.



El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde detrás de la cara.



¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!



Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.



¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!



Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.



¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!



El corazón se le encogía bajo las costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.



Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.



La tez, ¿no era oleosa, no tenía arrugas de preocupación?



Observa la perfección de la calavera: impecable y nívea.



La nariz, ¿no era demasiado prominente?



Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la probóscide montañosa.



El cuerpo, ¿no era rollizo?



Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!



Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?



Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.



Compara, compara, compara.



Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.



Harris se sentó lentamente.



-¡Un minuto! ¡Espera! -exclamó-. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! -Se rió-. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro, jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!



Harris sonrió mostrando los dientes.



-Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!



Instantáneamente, una mandíbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron....



Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.



Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!



Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.



-¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!



Corrió a un restaurante.



Pavo, salsas, papas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y crujan, y caigan todos en la sala.



Tenía fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las muelas; pero ganó sin embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.



-Setenta kilos -le dijo la semana siguiente a su mujer-. ¿Notaste cómo he cambiado?



-Noto que estás mejor -dijo Clarisse-. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. -Le acarició la barbilla-. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan firmes y fuertes...



-No son mis líneas, son sus líneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?



-¿Él? ¿Quién es él?



En el espejo del vestíbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.



Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.



-Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso -dijo.



-¡Oh, cállate! -dijo Harris entre dientes.



Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.



-Querido -dijo Clarisse-. Te he estado observando últimamente. Estás tan... lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?



Harris cerró los ojos.



-Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.



-Descansa ahora -susurró Clarisse dulcemente-. Descansa y olvida.





El señor Harris se mantuvo a flote un día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los golpes.



En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina. El consultorio de M. Munigant había quedado atrás.



Los dolores cesaron.



M. Munigant era el hombre que podía ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.



Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.



Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estaría utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.





El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.



No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.



-¿Glándulas?



-¿Me habla usted a mí? -preguntó el gordo.



-¿O una dieta especial? -comentó Harris-. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustaría tener un estómago



-Así es entonces -susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas-. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. -Tragó unas rebabas secas de polvo-. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.



Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.



-¡Eh!



Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.



Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.





El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero... ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.



Demonios, estaba realmente enfermo.



¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?





-¡Querido!



Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.



-Querida -dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.



-Pareces más delgado; oh, querido, el negocio...



-Salió bien, creo. Sí, todo marchó bien.



Clarisse lo besó de nuevo.



La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.



Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.



-Bueno, lo siento, pero tengo que irme. -Le pellizcó la mejilla a Harris-. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.



Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.



-¿M. Munigant?



Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.



-¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!



M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.



Oh, pero el señor Harris tenía muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.



-Señor Munigant -suspiró apenas Harris-. No... no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?



M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la boca... Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris. ¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!



Harris sintió que le apretaban violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos, golpeándole los oídos!



-¡Ahhh! -chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.



Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.



Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.



Los ojos húmedos miraron el vestíbulo.



No había nadie en el cuarto.



-¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!



M. Munigant había desaparecido.



-¡Socorro!



Y en ese momento Harris oyó.



Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podía haber estado allí, pero no estaba.... un leño, sumergido...





Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a yodo.



Clarisse no le habría prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua rarísima en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.



-¿Querido? -llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor-. Querido, ¿dónde estás? -Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestíbulo-. Querido...



Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.



De pronto, se puso a gritar.





Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.



Muchas veces, en la niñez, Clarisse había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.



Es terrible cuando la medusa te llama por tu propio nombre.

PUNTOS (Saiz de Marco)

Desde el avión se divisan puntos móviles. Pequeños puntos ahí abajo. Puntos atravesando las calles, corriendo a esconderse en los refugios.


El piloto militar se fija en uno de aquellos puntos, uno cualquiera, y se pregunta:


¿Es una mujer o un hombre?


De niño, ¿quién meció su cuna? ¿Le contó alguien cuentos?


¿Está enamorado?


¿Tiene hijos? ¿Los lleva, cada día, de la mano al colegio?


¿Toca el piano?


¿Le gusta el fútbol?


¿Cuál es su plato favorito?


¿Se le da bien hacer cuentas?


¿Escribe acaso poemas a escondidas?


¿De qué se rió por última vez?


¿Con quién proyecta cenar esta noche? (Y no, no creo que cene.)


Se da cuenta de que está divagando. Tiene órdenes que cumplir, así que ha de centrarse en su misión. Desciende varios pies de altura hasta situar el avión a la distancia óptima del objetivo. Los puntos, ahora, se ven un poco más grandes. Pulsa el botón de descarga y, justo encima de aquellos puntos, deja caer varias bombas.

ÉSE DE AHÍ ATRÁS SOY YO (Antonio Lobo Antunes)


Parece mentira, pero en esta foto de colegio, ese de ahí atrás soy yo. No en ese lado, en el otro, ve avanzando con el dedo, por favor, el quinto contando desde la izquierda en la penúltima fila, ésa no es la penúltima, es la antepenúltima, exactamente, ahí, la penúltima, ahora ve avanzando con el dedo en sentido contrario, despacito, el gordo, el de gafas, el pelirrojo que en blanco y negro no se nota que es pelirrojo, no se distinguen las pecas, y después del pelirrojo, ahí, servidor, tal vez el único que no sonríe, ya preocupado, ya grave, ya abrumado por los mecanismos del mundo que insisten en superarlo, fíjate en el flequillo, en los brazos cruzados, en la arruga (la arruga sí se distingue) en medio de la frente, no era feo, claro que no, tampoco se puede decir que fuera guapo, pero por lo menos sí de facciones regulares, fue más tarde cuando me quedó la nariz así, cuando mi madrastra golpeó la puerta en el momento en que iba a entrar, no era feo ni bueno en gimnasia, mi madrastra decía que me pesaba el culo, decía que nunca había visto a nadie tan torpe en la vida, cuando se elegían los equipos de fútbol era siempre el último, mi madrastra meditando sobre ese asunto

-Tu padre tampoco fue nunca gran cosa en nada

así que no ser gran cosa es una cuestión hereditaria, no es un defecto mío y además el deporte no me interesaba demasiado, me quedaba sentado en una piedra contando las hormigas del sendero y preocupándome por mi culo pesado, eso en el colegio, en el instituto, en la mili, en el trabajo no tanto porque no tenía que correr ni hacer piruetas, además en el trabajo no conviene incluso correr ni hacer piruetas, que el jefe nos quiere compuestos y con la corbatita en su sitio, si es posible pausados, explicando todo por orden a los clientes, y pausado soy, el hecho de que me pese el culo contribuye a la solemnidad, no hay problema que no tenga su compensación, ¿no?, y creo que fue eso lo que te atrajo en mí, la lentitud, la educación, el método, la arruga que desde pequeño, en la penúltima fila (no en la antepenúltima, te has equivocado otra vez) me acompaña, debes de haber visto la arruga y pensado

-Al fin un hombre como es debido

y comenzamos a ir al cine los sábados, como amigos, nada de abusos, yo respetuoso, delicado, sin jueguitos de manos, me llevaste a cenar a casa de tu madre, le regalé una orquídea y tu madre

-Por fin un hombre como es debido

contándome, desde el principio, los dramas de la vesícula y yo, a cada pausa suya

-Claro

interesado, atento, puedo ser un desastre en gimnasia y en el fútbol pero interesado, atento

-Claro

concentradísimo en vesículas, a la tercera o cuarta cena un beso en las escaleras, sin arrebato ni exageraciones, casto, breve, y entonces comenzó, pausada como yo, la historia del ajuar, del piso alquilado, de los papeles en el Registro Civil, de los besos un poco más frecuentes, un poco menos castos pero sin exageraciones, más vale, y no obstante tu perfume y tus piernas me atontaban, y no obstante me apetecía, palabra de honor, acariciarte el pelo, olerte la piel, apretarte, disculpa la franqueza pero me apetecía apretarte, sentir tus huesos, tu barriga, lo que me da vergüenza contar, te escribí una carta hablando de eso, me pasé siglos con ella en el bolsillo y no te la mostré por decoro, por pudor, por miedo a escandalizarte, tu madre

-Un hombre un poco tímido, como es debido

observándome con más atención pero manteniendo su simpatía por mí ya que no había nadie más que soportase los caprichos de su vesícula, tu madre cavilando

-¿No será marica, por casualidad?

y no soy marica, qué horror, solamente soy atento y sensible, soy el quinto contando desde la izquierda de la penúltima fila, ve avanzando con el dedo y me encuentras, así como me encuentras aquí, a tu lado en el sofá desde hace trece años (que pasaron en un instante), tu madre se acabó muriendo, no por la vesícula, no, por culpa de un autobús que, en lugar de incluir dentro a las personas que esperaban en la parada se las llevó a todas, empujándolas con el parachoques, hasta el muro de al lado, donde las aplastó contra el anuncio de una corrida de toros, tu madre quedó a la altura de los cuernos hasta que los bomberos la despegaron del cartel y aún hoy continuamos con la demanda a la empresa de transportes, el sofá es de tres cuerpos y el suyo, el del medio, vacío, nosotros dos en los extremos y el del medio vacío, me da la impresión de que también en la cama estamos nosotros dos en los bordes y el lugar del medio vacío, si intento ocuparlo, tú en la oscuridad

-Estoy cansada

tú en la oscuridad

-Me duele la cabeza

tú en la oscuridad

-Ten paciencia, Fernando, ahora no

de manera que yo en el borde de nuevo, parece mentira pero en tu vida ese de ahí atrás soy yo, hay momentos en que me pregunto si te interesarías por mí en el caso de que hiciese unas piruetas como dios manda o diera unos chutes certeros, y después llego a la conclusión de que estoy siendo injusto, claro que te interesas, es una cuestión de oportunidad, un día de éstos llego a casa y tú toda atildada a mi espera, tú

-Ven aquí



-Cabrito

tú sujetándome el mentón con el índice y el pulgar

-¿Cuál es mi cosa más bonita?

y tu cosa más bonita está aquí, servidor, no se puede decir que bonito pero por lo menos de facciones regulares, la nariz así de cuando mi madrastra golpeó la puerta de repente en el momento en que yo iba a entrar, pero el resto normal, soy tu cosa más bonita, soy tu cabrito y valió la pena, ¿no?, que hubiésemos esperado todo este tiempo para ser felices.

EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO (Ana Mª Matute)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió.

-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

¡ARRIAD EL FOQUE! (Ana María Shua)

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique.

QUISIERA DECIR TU NOMBRE (Saiz de Marco)

Va a la ferretería a comprar tuercas y arandelas. Al pasar por la sección de pinturas se queda mirando las latas. Hay cientos, y en cada una un rótulo con el color de la pintura y su nombre. Se para y lee:

Blanco mármol. Blanco mate. Blanco satén. Blanco marfil…

Verde olivo. Verde laguna. Verde manzana. Cetrino…

Azul cobalto. Azul pastel. Cárdeno. Índigo…

Gris plata. Gris niebla. Gris ceniza. Gris acero…

Marrón cuero. Marrón mostaza. Caoba. Vainilla…

Escarlata. Carmesí. Bermellón. Burdeos…

Sepia. Granate. Magenta. Púrpura…

Pasa más de una hora leyendo los envases. Pide un bolígrafo y anota aquellos nombres. Llena varias cuartillas. Las guarda en el bolsillo.

Seguramente ya conocía esos colores pero, sin llamarlos –sin saber su nombre-, nunca los vio del todo. (Las cosas sin nombre, ¿son del todo reales? Las cosas que no tienen una palabra o voz donde ser ellas mismas, ¿existen plenamente?)

Intenta retener cómo son el púrpura, el cárdeno, el sepia, el bermellón…

Al final, casi olvida lo que iba a comprar.

Sale de la ferretería con las tuercas y arandelas, pero sobre todo se lleva un botín de palabras.

jueves, 25 de octubre de 2012

EL SEPULTURERO (Alexander Pushkin)

Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.
Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.
Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el "samovar".

El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han mostrado a sus sepultureros como personas alegres y dadas a la broma, para así, con el contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, por respeto a la verdad, no podemos seguir su ejemplo y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba por entero con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo rompía su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, a veces) de necesitarlas.
De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido como de costumbre en sus tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias se le estaban quedando en un estado lamentable. Confiaba en resarcirse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a por él hasta tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.
Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.
-¿Quién hay? -preguntó Adrián.
La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista se podía reconocer a un alemán artesano entró en la habitación y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.
-Excúseme, amable vecino-dijo aquel con un acento que hasta hoy no podemos oír sin echarnos a reír-, perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casa que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.
La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, al poco se pusieron a charlar amistosamente.
-¿Cómo le va el negocio a su merced ?-preguntó Adrián.
-He-he-he-contestó Schultz-, ni mal ni bien. No puedo quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.
-Tan cierto como hay Dios-observó Adrián-. Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto pordiosero, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.
Así prosiguió cierto rato la charla entre ambos; al fin el zapatero se levantó y antes de despedirse del fabricante de ataúdes, le renovó su invitación.
Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su casa recién comprada y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.
La estrecha vivienda del zapatero estaba repleta de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.
Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella con «su seguro y su coraza de arpillera». Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie , y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.
Adrián en seguida trabó relación con él, pues era persona a la que tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los convidados se dirigieron a la mesa, se sentaron juntos.
El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a servir a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en ruso:
-¡A la salud de mi buena Luise!
Brotó la espuma del vino achampañado. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.
-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.
Y los convidados se lo agradecieron vaciando de nuevo sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de cada uno de los invitados por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:
-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, "unserer Kundleute"!
La propuesta, como todas, fue recibida con alegría y de manera unánime. Los convidados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, gritó dirigiéndose a su vecino:
-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!
Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie lo había notado, los convidados siguieron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.
Los convidados se marcharon tarde y la mayoría achispados. El gordo panadero y el encuadernador, cuya cara parecía envuelta en encarnado codobán, llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: «Hoy por tí, mañana por mí.» El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.
-Porque, vamos a ver -reflexionaba en voz alta-; ¿en qué es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.
-¿Qué dices, hombre? -preguntó la sirvienta que en aquel momento lo estaba descalzando-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?
-¡Como hay Dios que lo hago! -prosiguió Adrián-. Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...
Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se dirigió a la cama y no tardó en ponerse a roncar.
En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche y un mensajero de su administrador había llegado a caballo para darle la noticia. El fabricante de ataúdes le dio por ello una moneda de diez kopeks para vodka, se vistió de prisa, tomó un coche y se dirigió a Razguliái.
Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no deformada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.
Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada significativa con el administrador, fue a disponerlo todo.
Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo listo todo y, dejando libre a su cochero, se marchó andando para su casa.
Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.
«¿Qué significará esto?-pensó Adrián-. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo que faltaba!»
Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con las prisas no tuvo tiempo de observarlo como es debido.
-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián-, pase, tenga la bondad.
-¡Nada de cumplidos, hombre! -contestó el otro con voz sorda-. ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!
Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente. «¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.
Se dio prisa en entrar... y entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Adrián reconoció horrorizado en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquel aguacero.
Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura de balde hacía poco. El difunto, cohibido y avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.
-Ya lo ves, Prójorov-dijo el brigadier en nombre de toda la respetable compañía-, todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.
En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.
-No me has reconocido, Prójorov -dijo el esqueleto-. ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?
Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un grito y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.
El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio delante suyo a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.
-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich-dijo Aksinia acercándole la bata-. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.
-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?
-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?
-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?
-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.
-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.
-Como lo oyes-contestó la sirvienta.
-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas.

MUERTE DE UN RIMADOR (Otto Raúl González)

Agapito Pito era un rimador nato y recalcitrante. Un buen día viajó a un extraño país en donde toda rima, aunque fuese asonante, era castigada con todo rigor incluyendo la pena de muerte.

Pito empezó a rimar a diestra y siniestra sin darse cuenta del peligro que corría su vida. Veinticuatro horas después fue encarcelado y condenado a la pena máxima.

Considerando su condición de extranjero, las altas autoridades dictaminaron que podría salvar el pellejo solamente si pedía perdón públicamente ante el ídolo antirrimático que se alzaba en la plaza central de la ciudad.

El día señalado, el empedernido rimador fue conducido a la plaza y, ante la expectación de la multitud, el juez supremo del tribunal le preguntó:

—¿Pides perdón al ídolo?

—¡Pídolo!

Agapito Pito fue linchado ipso facto.

HASTA LUEGO, DIEGO (Saiz de Marco)

Mi amigo Diego murió hace tres años. Sin embargo, esta tarde me lo he encontrado en una calle de Edimburgo. He tenido que venir a Escocia por motivos de trabajo, y al salir de una reunión me he topado con él. "¡Diego!", he dicho, y él no se ha dado por aludido. He repetido su nombre y entonces me ha mirado con extrañeza. Me ha costado trabajo explicarme, no sólo porque mi inglés no es bueno sino sobre todo porque cuanto más miraba a aquel hombre más me ha parecido mi amigo.

"Perdone" (he intentado excusarme), "me he equivocado. Es usted igual que un amigo mío".

"No tiene importancia. Me llamo Larry", ha dicho él. Y me he dado cuenta de que también su timbre de voz es idéntico al de Diego. Tras lo cual él me ha preguntado (sin duda a raíz de oír mi acento) "¿es usted italiano?".

"No, español", he respondido.

El caso es que me he atrevido a invitarle a un té, que finalmente han sido un té y varias copas. Nos hemos contado nuestras vidas y, aunque la suya no tiene mucha similitud con la de mi amigo, por momentos he tenido la sensación de estar hablando con Diego.

Le he explicado también cómo era mi amigo. "Físicamente era igual que tú" (lo bueno del idioma inglés es que no distingue entre tú y usted, así que en ningún momento hemos tenido que decidir tutearnos). "El parecido es asombroso, incluso el pelo y los lunares. En lo demás Diego era alegre, apasionado, chispeante... Recuerdo la última noche que estuvimos juntos. Salimos a cenar, bromeamos y al final nos despedimos como siempre: `Hasta luego, Diego´, dije yo. Y él contestó `Hasta más ver, Rafael´. En español son frases con rima. Al día siguiente Diego murió de un infarto".

Después Larry y yo hemos hablado de fútbol, de música, de cine (Larry escribe críticas en un periódico)...

Nos hemos dicho adiós con un apretón de manos. Aunque hemos anotado los teléfonos, no tengo previsto volver a Edimburgo, así que probablemente no nos veremos más.

Mientras me he girado para ir al hotel he pensado, para mis adentros, "Hasta luego, Diego". Y en ese momento Larry, como si me hubiera oído, me ha tocado en la espalda y ha dicho "Hasta más ver, Rafael".

miércoles, 24 de octubre de 2012

LA CORISTA (Anton Chejov)


En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.

De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.

-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.

Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.

La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.

-¿Qué desea? -preguntó Pasha.

La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.

-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.

-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.

-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.

-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.

Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.

-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.

-Yo... no sé por quién pregunta.

-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.

Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.

-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!

La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.

-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!

De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.

-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.

-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.

-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.

-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!

-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...

-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!

-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.

-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.

-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...

Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.

-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.

Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.

-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?

-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.

-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?

Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.

«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»

La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.

-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?

Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.

-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.

-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!

Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.

-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...

Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.

-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...

La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:

-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.

Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:

-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.

La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.

Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.

-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?

-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...

-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.

-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!

Se llevó las manos a la cabeza y gimió:

-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!

Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció. Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

Y REGRESARTE (Saiz de Marco)

Esta máquina invierte los procesos biológicos. Hace que los tejidos vivos, en vez de envejecer, rejuvenezcan. Si se usa con una planta, ésta deja de crecer y retorna a la semilla. Si es con una mariposa, regresa a la larva.


Aplicada a este montón de polvo, recompone su estructura originaria. Se agrupan los elementos químicos (calcio, magnesio, fósforo…) formando masas óseas. De ahí brotan tendones, ligamentos, cartílagos, fibra muscular y finalmente vísceras. Adquiere forma humana: cuerpo des-descompuesto. Algunas partes se vacían de gas. Hidratado el conjunto, se ablandan los tejidos. Aumenta su temperatura hasta 36 grados. Desaparecen la inicial lividez y las verdosas manchas. La carne adquiere un tono entre blanco y rosado. Los vasos sanguíneos se tersan. La sangre se licúa y empieza a circular, gracias a que el corazón inicia su bombeo. Se activa el sistema nervioso. Alguien que murió hace varios siglos se incorpora, extrañado, y pregunta ¿Qué hago aquí?

martes, 23 de octubre de 2012

EL GORDO Y EL FLACO (Anton Chejov)


En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d'orange. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado -su esposa-, y un colegial espigado que guiñaba un ojo -su hijo.

-¡Porfiri! -exclamó el gordo, al ver al flaco-. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

-¡Madre mía! -soltó el flaco, asombrado-. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

-¡Amigo mío! -comenzó a decir el flaco después de haberse besado-. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves... Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach... luterana... Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

-¡Estudiamos juntos en el gimnasio! -prosiguió el flaco-. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba hacer de espía... Ja, ja... ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafania! Acércate más ... Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach... luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.

-Bueno, bueno. ¿Y qué tal vives, amigazo? -preguntó el gordo mirando entusiasmado a su amigo-. Estarás metido en algún ministerio, ¿no? ¿En cuál? ¿Ya has hecho carrera?

-¡Soy funcionario, querido amigo! Soy asesor colegiado hace ya más de un año y tengo la cruz de San Estanislao. El sueldo es pequeño... pero ¡allá penas! Mi mujer da lecciones de música, yo fabrico por mi cuenta pitilleras de madera... ¡Son unas pitilleras estupendas! Las vendo a rublo la pieza. Si alquien me toma diez o más, le hago un descuento, ¿comprendes? Bien que mal, vamos tirando. He servido en un ministerio, ¿sabes?, y ahora he sido trasladado aquí como jefe de oficina por el mismo departamento... Ahora prestaré mis servicios aquí. Y tú ¿qué tal? A lo mejor ya eres consejero de Estado, ¿no?

-No, querido, sube un poco más alto -contestó el gordo-. He llegado ya a consejero privado... Tanto dos estrellas.

Súbitamente el flaco se puso pálido, se quedó de una pieza; pero en seguida torció el rostro en todas direcciones con la más amplia de las sonrisas; parecía que de sus ojos y de su cara saltaban chispas. Se contrajo, se encorvó, se empequeñeció... Maletas, bultos y paquetes se le empequeñecieron, se le arrugaron... El largo mentón de la esposa se hizo aún más largo; Nafanail se estiró y se abrochó todos los botones de la guerrera...

-Yo, Excelencia... ¡Estoy muy contento, Excelencia! ¡Un amigo, por así decirlo, de la infancia, y de pronto convertido en tan alto dignatario!¡Ji, ji!

-¡Basta, hombre! -repuso el gordo, arrugando la frente-. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia, ¿a qué me vienes ahora con zarandajos y ceremonias?

-¡Por favor!... ¡Cómo quiere usted...! -replicó el flaco, encogiéndose todavía más, con risa de conejo-. La benevolente atención de Su Excelencia, mi hijo Nafanail... mi esposa Luisa, luterana, en cierto modo...

El gordo quiso replicar, pero en el rostro del flaco era tanta la expresión de deferencia, de dulzura y de respetuosa acidez, que el consejero privado sintió náuseas. Se apartó un poco del flaco y le tendió la mano para despedirse.

El flaco estrechó tres dedos, inclinó todo el espinazo y se rió como un chino: "¡Ji, ji, ji!" La esposa se sonrió. Nafanail dio un taconazo y dejó caer la gorra. Los tres estaban agradablemente estupefactos.