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sábado, 10 de noviembre de 2012

LAS SIRENAS (Azorín)

Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores...

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.

LAS ACTAS DEL JUICIO (Ricardo Piglia)


En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

­Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.

Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.

En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.

En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse, hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.

Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.

Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.

­¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:

­¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.

­Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.

El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.

­¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. Nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.

Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:

­ Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.

­¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.

Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.

­No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.

­Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.

­Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.

Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.

Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.

Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.

­En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.

Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.

­No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:

­Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?

Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.

Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.

Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.

De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.

Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.

Como si no fueran los mismos.

­Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.

Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.

­¿Qué pasa acá? ­dijo.

­Pasa que nos volvemos, mi general.

­¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?

Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.

Esa fue la vez que lo hicimos.

Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.

Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.

También por eso lo hice. Para ayudarlo.

Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.

Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.

Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.

Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.

Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:

­Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.

MI BANDERA (Saiz de Marco)

Quien no aceptaba hacer el servicio militar debía cumplir la PSS. Prestación social sustitutoria. Él escoge hacerla en la playa, como socorrista. Tiene que vigilar desde su torreta, evitar riesgos y percances. Casi a diario hay una falsa alarma: alguien que parece precisar ayuda y que, después de lanzarle el salvavidas, resulta que estaba bromeando. Y también debe colgar la bandera: verde si hay mar tranquilo, amarilla si está revuelto, y roja si se prohíbe el baño.

A veces amanece con viento y hay que izar bandera roja: todo el mundo en la arena sin poder zambullirse. Luego, a mediodía, amaina el viento y las olas se amansan. Bandera verde. De inmediato el mar se llena de barrigas, bikinis, piraguas de goma, colchones inflables…

Entonces el socorrista admira el poder del trapo verde y, contemplándolo con respeto, piensa: “Para que luego digan que los objetores no tenemos aprecio a la bandera”.

martes, 6 de noviembre de 2012

EL EXTRANJERO (Pedro Antonio de Alarcón)


- I -

No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima oriental.

No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra religión.

Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a Sancho Panza.

Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado.

El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales.


- II -

-Buenos días, abuelo... -dije yo.

-Dios guarde a usted, señorito... -dijo él.

-¡Muy solo va usted por estos caminos!...

-Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá...?

-Voy a Almería..., y me he adelantado un poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos.

-¡Vamos! Ese libro es alguna historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba?

-¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero y santiguarse!

-Pues, ¡qué demonio!, hombre... ¿Por qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!

-Es mucha verdad.

-¿Piensa usted andar largo?

-¿Yo? Hasta la venta...

-En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos camino.

-Con mucho gusto. Esa cañada me parece deliciosa. Bajemos a ella.

Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.

Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo.

Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero se paró de pronto.

-¡Cabales! -exclamó.

Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse.

Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente.

-¡A ver, abuelito!... -dije, sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.

-¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él, estremeciéndose.

-Yo no sé más... -añadí con suma calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más señas!

-¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?...

-Me lo dicen sus oraciones de usted.

-¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.

Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce.

-Siéntese usted aquí, amigo mío...-le dije, alargándole un cigarro de papel.

-Pues verá usted, señorito... -Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!...

-Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro.

-¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio...

-¡Cuarenta y cinco años! -medité yo.

Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos!

Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo:

-¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros...

-¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia.

-¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido!

-¡Ya lo creo!

-¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón..., del bribonazo que murió ya... Porque ahora dice el señor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito?

-¿Qué quiere usted que yo le diga?

-¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas cosas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero entonces ya me habré yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco.

El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Tenía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba...

Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura.

-¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo.

Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.

La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora...

Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca!

En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares.

-¡Cállate, didón, perro, gabacho! -le decían.

Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho.

Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose, muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!... ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí... ¡Y a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡Y con la terciana en aquel momento mismo!...

-¿Cómo pudo resistir?

-¡Ah! ¡No resistió!...

-Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?

-¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!

-Prosiga usted, abuelo... Prosiga usted.

-Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas...

Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!...

-¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas.

Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas.

Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo.

Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma a Dios.

Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo.

Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir...

Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de barrilla.

-¡Eh, camarada! -me dijeron, apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo!

Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero.

-¿Dónde va usted? -me preguntaron cuando hube subido.

-Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad!

-¡Fuera sermones! -gritó uno de los verdugos.

-¡Un arriero afrancesado! -dijo el otro.

-¡Charla mucho... y verás lo que te sucede!

La culata de un fusil cayó sobre mi pecho...

¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, además de mi padre!

-¡No irritar! ¡No incomodar! -exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.

-¡Descarga la barrilla! -me dijeron los soldados.

-¿Para qué?

-Para montar en el mulo a este judío.

-Eso es otra cosa... Lo haré con mucho gusto -dije, y me puse a descargar.

-¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó Iwa-. ¡Tú dejar que me maten!

-¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.

-¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!...

-¿Quieres que yo te mate?

-¡Sí..., sí..., hombre bueno! ¡Sufrir mucho!

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:

-¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica... ¡Dejadme solo con este hombre!

-¡No digo que es afrancesado! -exclamó uno de ellos.

-¡Arriero del diablo -dijo el otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma!

-¡Militar de los demonios -contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay! -continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey..., ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos!

-¡Basta de letanías! -dijo el que siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.

-Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras.

-¡Es muy sencillo! -repuso el primero-. ¡Mira!

Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.

Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir.

Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir.

En seguida los soldados me dieron una paliza con las baquetas de los fusiles.

El que había matado al extranjero le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.

¡Era la credencial del empleo que deseaba!

Después desnudó a Iwa, y le robó... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.

Entonces se alejaron hacia Almería.

Yo enterré a Iwa en este barranco..., ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo.

Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.

-¿Y no volvió usted a ver a aquellos soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban?

-No, señor; pero por las señas que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero...

En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro.

¡Habíamos llorado juntos!


- III -

Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de Almería.

Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, comandante el uno y coronel el otro, según dijo alguno que los conocía.

A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho.

De pronto hirió mis oídos y llamó mi atención esta frase del coronel:

-El pobre Risas...

-¡Risas! -exclamé para mí.

Y me puse a escuchar de intento.

-El pobre Risas... -decía el coronel- fue hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga y de depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia, formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si tendríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que le había acometido desde que entramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia. ¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a usted que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca! Oígame y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuarenta y dos años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en recompensa, ella se brindara a cuidar a Risas al verlo caer en su presencia atacado de la fiebre cerebral... Llegados a casa de la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que representaba a una Virgen o Santa de aquel país.

-¡Iwa! ¡Iwa! -gritó después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre.

En esto acudieron las hijas, y enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que viese, como vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles, comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia. Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo... El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable... ¡Además, él no llevaba el medallón! Pero el otro... ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato.

-Permítame usted que se lo cuente yo... -dije sin poder contenerme.

Y acercándome a la mesa del coronel y del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la espantosa narración del minero.

Luego que concluí, el comandante, hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas:

-¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que una casualidad!

ARCILLA (James Joyce)


La Supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.

María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: "Sí, mi niña", y "No, mi niña". La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la Supervisora le dijo:

-¡María, es usted una verdadera pacificadora!

Y hasta la Auxiliar y dos damas del Comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.

Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: Un Regalo de Belfast. Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.

A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:

-Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.

Después de la separación, los muchachos le consiguieron ese puesto en la lavandería Dublín Iluminado y a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.

Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos humeantes en las enaguas y estirando las mangas de sus blusas por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada Víspera de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rió sus ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que beber.

Y María se rió de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que, claro, era una mujer de modales ordinarios.

Pero María no se sintió realmente contenta hasta que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartito en que dormía y, al recordar que por la mañana temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor falda sobre el edredón y sus botitas de vestir a los pies de la cama. Se cambió también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien hechecito.

Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio. Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.

Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso rápidamente por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de tortas de a penique surtidas y finalmente salió de la tienda cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras, así que se llegó a una tienda de la Calle Henry. Se demoró mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo que quería era comprar un pastel de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:

-Dos con cuatro, por favor.

Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un señor ya mayor le hizo un lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y sobre el tiempo lluvioso. Adivinó que el envoltorio estaba lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio ella las gracias con una inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado; y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.

Todo el mundo dijo: "¡Ah, aquí está María!" cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el envoltorio de queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y la señora Donnelly dijo qué buena era trayendo un envoltorio de queques tan grande, y obligó a los niños a decirle:

-Gracias, María.

Pero María dijo que había traído algo muy especial para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido -por error, claro-, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles las tortas si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al misterio y la señora Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Nada más que pensar en el fracaso de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro tirados por gusto, casi llora allí mismo.

Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras no le llevaran la contraria. La señora Donnelly tocó el piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de stout y la señora Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.

Así que María lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminaría si le hablaba otra vez a su hermano ni media palabra, y María dijo que lamentaba haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo la señora Donnelly levantó un dedo hacia la niña abochornada como diciéndole: "¡Oh, yo sé bien lo que es eso!" Insistieron todos en vendarle los ojos a María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.

La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo muy pesado a una de las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida: así no se jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego de nuevo: y esta vez le tocó el misal.

Después de eso la señora Donnelly les tocó a los niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó la alegría de nuevo y la señora Donnelly dijo que María entraría en un convento antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy buenos con ella.

Finalmente, los niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes de irse, una de sus viejas canciones. La señora Donnelly dijo "¡Por favor, sí, María!", de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al piano. La señora Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo "¡Ahora, María!", y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita temblona. Cantó "Soñé que habitaba" y, en la segunda estrofa, entonó:Soñé que habitaba salones de mármolCon vasallos mil y siervos por gusto,Y de todos los allí congregados,Era yo la esperanza, el orgullo.
Mis riquezas eran incontables, mi nombreAncestral y digno de sentirme vana,Pero también soñé, y mi alegría fue enormeQue tú todavía me decías: «¡Mi amada!»

Pero nadie intentó señalarle que cometió un error; y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.

EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO (Saiz de Marco)

Feria en el pueblo. Luces de colores. Hay noria, tiovivos, carrusel, tómbolas. También un circo. Por sus altavoces anuncian: “Pasen y vean a la mujer-pájaro. Lady-bird: la estrella del circo. Funciones a las seis y ocho y media”.

Al niño le compran un globo. Una esfera naranja que cae hacia arriba. Se lo atan del brazo para que no lo pierda.

Al cabo de un rato el hilo se parte. El globo escapa y el niño, mientras lo ve subir, rompe en sollozos.

La gente se ve reflejada en él. ¿Quién no lloró, de pequeño, al ver alejarse su globo de gas?

De la carpa del circo sale algo. Es Lady-bird, la mujer-pájaro.

Con su mochila propulsora se eleva sobre el recinto, atrapa el globo, desciende, pregunta de quién es, lo entrega al niño.

Ahora los ojos del pequeño no caben en sí.

Tras haber asistido al mayor espectáculo (devolver la sonrisa a un niño), los presentes empiezan a aplaudir. Y al hacerlo, se resarcen del día en que perdieron un globo y ninguna mujer-pájaro se lanzó a atraparlo.

lunes, 5 de noviembre de 2012

LA MUERTE (Thomas Mann)

10 de septiembre

Por fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...

El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta mañana, me despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis otoños, que al fin ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá consigo aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja, con una sensación de recogimiento y terror íntimo...

12 de septiembre

He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.

Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a tiempo, antes de habernos encontrado a más de una o dos personas.

Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido! Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar de color gris. Sencilla y gris es también la casa. Junto a la parte posterior pasa la carretera, y detrás hay campos. Pero yo no me fijo en eso; miro sólo el mar.

15 de septiembre

Esa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como una leyenda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último otoño. Pero esta tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi estudio, se presentó un coche que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta qué punto me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo: "Como usted disponga, señor Conde", pero me miró con sus ojos irritados, expresando temor y duda.

¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del doce de octubre...

18 de septiembre

Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me atormentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e incansable.

Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y mojadas que encontró en la playa; cuando besé a la niña para darle las gracias, lloró porque yo estaba "enfermo". ¡Qué impresión indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!

21 de septiembre

He estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre mis rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la gran habitación de puerta alta y blanca y rígidos muebles reinaba un gran silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suave cabello de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida abigarrada y variada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis vagabundeos por el mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad. ¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y de ardiente cariño, bajo el cielo de terciopelo de Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu cuello con su delgado brazo.

La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y pensativos. Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente blanda y al mismo tiempo algo amarga, que es más bella cuando guarda silencio y se limita a sonreír muy levemente.

¡Mi pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me creías "enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el de octubre...?

23 de septiembre

Los días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y estremecedor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi vida.

¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una lentitud torturante, ese doce de octubre.

27 de septiembre

El viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y almorzó con la pequeña Asunción y conmigo.

-Es necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor Conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es usted un filósofo, ¡je, je!

Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio consejos referentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un poco forzada y confusa. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir un poco mejor.

30 de septiembre

-¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la tarde, y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce de octubre. Son 8,460.

No he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el rumor del mar y de la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y sólo puedo pensar: ¡La muerte! ¡La muerte!

2 de octubre

Estoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que me tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No estoy loco.

Leí hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub flore. Por eso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión fue a parar en Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?

Una profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de ti. Mas si lo consigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué una profecía que nace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la que proviene de fuera? ¿Y acaso el conocimiento firme del momento en que se ha de morir, no es tan dudoso como el del lugar?

¡Existe una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu convencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se acerque a ti en la hora que tú creas...

3 de octubre

Muchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo algo así como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la insignificancia de los conceptos.

¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El abandonar la vida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muere antes de haberse uno conformado con la idea...

¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no muriera el doce de octubre...

5 de octubre

Pienso continuamente en ello, y me ocupa por completo. Reflexiono sobre cuándo y cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o veinte años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me pregunté con insistencia en qué día tendría lugar, supe también el día.

Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el aliento frío de la muerte.

7 de octubre

El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado. Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y me he sentado sobre una piedra.

Detrás de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que dormía la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su turbia espuma delante de mis pies.

Miré durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá de la muerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobreviviría allí una idea, un algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?

8 de octubre

He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No será un momento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?

Tres breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se conducirá? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para ahogarme? ¿O penetrará con su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una salvaje majestad.

9 de octubre

Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: "¿Qué pasaría si me marchara pronto de tu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?" Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloró amargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.

Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.

10 de octubre

¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista: "Es mejor que acabemos pronto", dijo. Pero yo no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.

"¡Es mejor que acabemos pronto!" ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí traspasado. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido un sentimiento tan frío y sardónico de decepción.

11 de octubre (a las 11 de la noche)

¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!

Hace una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y sollozaba.

-¡La señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!

Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba en su camita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me arrodillé junto a ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.

-Ha sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está sorprendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!

Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la lluvia y el mar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa, tan clara me iluminó la verdad un instante. Durante veinte años he llamado la muerte al día que comenzará dentro de una hora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre supo que no podría abandonar a esta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta medianoche; sin embargo, así debía ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se hubiera presentado: pero ella se dirigió antes a la niña, porque tenía que obedecer a lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien ha llamado la muerte a tu camita, te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras son burdas y míseras para hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!

¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla del reloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tu mano, pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir con la cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:

-Es mejor que acabemos pronto...

RESTAURACIÓN DE LA BÓVEDA CELESTE (Lu Sin)



Nü-wa1 se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.

Se frota los ojos.

En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.

La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.

-¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!

En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.

Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.

-¡Ah! ¡Ah!

Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada en el suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.

Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue su obra de modelado, mezclando a ella su sudor...

-¡Nga! ¡Nga!

Los pequeños seres se ponen a gritar.

-¡Oh!

Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se cubre de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan también.

Algunos comienzan a parlotear:

-¡Akon! ¡Agon!

-¡Ah, tesoros míos!

Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros blancos y gordos.

-¡Uva! ¡Ahahá!

Ríen.

Es la primera vez que oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar los labios.

Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos confusos que la ensordecen.

Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.

Por fin, con las piernas y los riñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.

Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.

Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.

II

Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.2

Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.

Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.

La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.

Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.

Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.

-¡Oh! -exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.

-¡Diosa Suprema, sálvanos!...-dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita-: ¡Sálvanos!... Tus humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... te hemos encontrado, Diosa Soberana!... Te rogamos que nos salves de la muerte... y nos des el remedio que... que procura la inmortalidad...

Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento perpetuo.

-¿Cómo? -pregunta ella sin comprender.

Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana! ¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:

-Llévenme esto a un sitio más tranquilo.

Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.

Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.

-¿Qué te ha ocurrido? -le pregunta en tono indiferente.

-¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo -responde con voz triste y lamentable-. Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...

-¿Cómo?

Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.

-Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!

-¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!

Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro orgulloso y alegre.

-¿Qué ha pasado?

Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso quisiera conseguir una respuesta comprensible.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.

-¿Cómo?

Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad...

-¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!

Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los riñones con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.

Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá informarla.

-¿Qué ha pasado? -pregunta.

-¿Qué ha pasado? -repite él levantando ligeramente la cabeza.

-¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...

-¿El accidente que acaba de producirse?

Ella arriesga una suposición:

-¿Es la guerra?

-¿La guerra?

A su vez, él va repitiendo las preguntas.

Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que nada la bóveda celeste".

Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el corazón.

Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.

-¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! -dice, perdiendo el aliento.

Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en las manos.

En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo del pie.

Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.

El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.

-¿Qué es eso? -pregunta con curiosidad.

El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien aprendida:

-Al ir completamente desnuda, te entregas al libertinaje, ofendes la virtud, desprecias los ritos y quebrantas las conveniencias; tal conducta es la de un animal. La ley del Estado está firmemente establecida: eso está prohibido.

Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa pregunta. Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de cañas.

De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos "nga, nga" que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.

Enciende el fuego en varios puntos.

Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin embargo. Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.

El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.

La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.

"Ya veré, cuando haya descansado...", piensa.

Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la deja caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.

-¡Oh!...

Exhala un último suspiro.

En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de oro, gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se detiene.

De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.

III

En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.

Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en "Entrañas de Nü-wa".

El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.

El mago no encontró nada.

El emperador murió.

Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin obtener resultado alguno.

Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.

FIESTA (Saiz de Marco)

Respetable público:

Hemos conectado, mediante ondas radioeléctricas, los receptores sensitivos del animal con las terminaciones nerviosas de ustedes. Lo que el toro sienta, ustedes también lo sentirán. Cuando se le claven banderillas, notarán en su piel los pinchazos. Cuando el picador lo acometa, sentirán el hierro en sus propias entrañas. Cuando se le estoquee, percibirán la punta hincándose hasta lo hondo. Hasta lo hondo de ustedes. De esta forma la fiesta (nuestra Fiesta Nacional) será más vívida, más real, más compartida. Confiamos en que esta iniciativa sea de su agrado. Y ahora -señoras y señores, respetable público- disfruten ustedes de la corrida.