Relato al azar

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jueves, 15 de noviembre de 2012

FIN DE BAILE (Miguel Ángel Hurtado)

Acaban de bajar las luces del salón de baile. La banda comienza a tocar la última canción: una balada. Siempre odié la música lenta, pero ésta significa “te quiero”, y hay poco más que decir.
Nunca unos ojos me habían mirado así. Nunca había sentido mi cuerpo vibrar a cada nota, ni mis ojos mirar más fijos a algo.
Estas notas que envenenan el aire me han henchido el pecho, hiriendo mi alma de muerte. Me noto temblar cuando nuestras manos se unen, y sus enormes ojos azules se clavan como preciosas aristas de poliedros de amor en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo.
Mientras, suavemente, el cantante me demuestra que todo lo que ocurre es real, y por ello, estrecho mi lazo, atenazando mis brazos a su espalda, acercando su pecho al mío. Noto su respirar entrecortado en mi entrecortado respirar, y entre medias nuestros pechos, golpeados por nuestro revolucionado corazón. Sólo quiero que el pianista lea mi mente, y toque para siempre esta melodía, mientras hago de mis labios una extensión de sus labios. Cierro los ojos para soñar que este momento es una poesía en nuestros oídos o el sabor del azúcar glasé del dulce más lindo del mundo.
Cuando abro los ojos veo los suyos mirándome, pero tienen veinte años más. No existe el salón de baile, sólo queda en nuestro recuerdo. Y la canción suena en nuestras cabezas, recordándonos cada día cuánto nos queremos, y que lo que una vez fue sueño permanece siendo realidad.

EL ÁNGEL DE LA MUERTE Y EL REY DE ISRAEL (Anónimo árabe)

Se cuenta de un rey de Israel que fue un tirano. Cierto día, mientras estaba sentado en el trono de su reino, vio que entraba un hombre por la puerta de palacio; tenía la pinta de un pordiosero y un semblante aterrador. Indignado por su aparición, asustado por el aspecto, el Rey se puso en pie de un salto y preguntó:
—¿Quién eres? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa?
—Me lo ha mandado el Dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito permiso para presentarme ante reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes ni sus numerosos soldados. Yo soy aquél que no respeta a los tiranos. Nadie puede escapar a mi abrazo; soy el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos.
El rey cayó por el suelo al oír estas palabras y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, quedándose sin sentido. Al volver en sí, dijo:
—¡Tú eres el Ángel de la Muerte!
—Sí.
—¡Te ruego, por Dios, que me concedas el aplazamiento de un día tan sólo para que pueda pedir perdón por mis culpas, buscar la absolución de mi Señor y devolver a sus legítimos dueños las riquezas que encierra mi tesoro; así no tendré que pasar las angustias del juicio ni el dolor del castigo!
—¡Ay! ¡Ay! No tienes medio de hacerlo. ¿Cómo te he de conceder un día si los días de tu vida están contados, si tus respiros están inventariados, si tu plazo de vida está predeterminado y registrado?
—¡Concédeme una hora!
—La hora también está en la cuenta. Ha transcurrido mientras tú te mantenías en la ignorancia y no te dabas cuenta. Has terminado ya con tus respiros: sólo te queda uno.
—¿Quién estará conmigo mientras sea llevado a la tumba?
—Únicamente tus obras.
—¡No tengo buenas obras!
—Pues entonces, no cabe duda de que tu morada estará en el fuego, de que en el porvenir te espera la cólera del Todopoderoso.
A continuación le arrebató el alma y el rey se cayó del trono al suelo.
Los clamores de sus súbditos se dejaron oír; se elevaron voces, gritos y llantos; si hubieran sabido lo que le preparaba la ira de su Señor, los lamentos y sollozos aun hubiesen sido mayores y más y más fuertes los llantos.

AIRE (Saiz de Marco)

Iba en un viejo tren sin refrigeración. Era verano y las ventanillas estaban abiertas. Cansado del asiento, se puso de pie y, asomado a la ventanilla, dejó que el aire le diera en la cara. Sintió que aquel aire le refrescaba por fuera y por dentro. Sintió que el frescor disipaba todo lo que en su vida le había entristecido, todo lo que alguna vez le hizo sufrir. Se había hecho de noche. Bajo el claro de luna veía pasar los olivos, los senderos, la tierra, las luces de los pueblos dispersos a lo lejos… Y de pronto se dio cuenta de que nunca en toda su vida, nunca como en ese instante, se había sentido tan bien.

MOMOTARO (Anónimo japonés)

Una vez, hace muchos años, en un pueblecito de la montaña, un hombre y una mujer muy viejos vivían en una solitaria cabaña de leñadores.
Un día que había salido el sol y el cielo estaba azul, el viejo fue en busca de leña y la anciana bajó a lavar al arroyo estrecho y claro, que corre por las colinas.
¿Y qué es lo que vieron? Flotando sobre el agua y solo en la corriente, un gran melocotón (durazno). La mujer exclamó:
—¡Marido, abre con tu cuchillo este melocotón!
¡Qué sorpresa! ¿Qué es lo que vieron? Dentro estaba Momotaro, un hermoso niño. Se lo llevaron a su casa y Momotaro se crió sano y fuerte. Siempre estaba corriendo, saltando y peleándose para divertirse, y cada vez crecía más y más y se hacía más corpulento que los otros niños del contorno.
En el pueblo todos se lamentaban:
—¿Quién nos salvará de los Demonios y de los Genios y de los terribles Monstruos?
—Yo seré quien los venza —repuso Momotaro—. Yo iré a la isla de los Genios y de los terribles Monstruos y los venceré.
—¡Dadle su armadura! —dicen todos—. Y dejadle ir.
Con un estandarte enarbolado va Momotaro a la isla de los Genios Malignos. Va provisto de comida para mantener su fortaleza.
Por el camino se encuentra a un perro que le dice:
—¡Guau, guau, guau! ¡Momotaro! ¿Adónde te diriges? ¿Me dejas ir contigo? Si me das comida, yo te ayudaré a vencer a los Demonios.
—¡Ki, ki, kia, kia! —dice el mono—. ¡Momotaro, eh, Momotaro, dame comida y déjame ir contigo! ¡Les daremos su merecido a esos malditos Genios!
—¡Kra, kra! —dice el faisán—. ¡Dame comida e iré con vosotros a la isla de los Genios para vencerlos!
Momotaro, con el Perro, el Mono y el Faisán, se hace a la vela para ir al encuentro de los Genios y derrotarlos. Pero la isla está muy lejos, muy lejos y el mar, embravecido.
El mono desde el mástil grita:
—¡Adelante, a toda marcha!
—¡Guau, guau, guau! —se oye desde popa.
Y en el cielo se escucha:
—¡Kra, kra!
Nuestro capitán no es otro que el valiente Momotaro.
Desde lo alto del cielo el Faisán espía la isla y avisa:
—¡El guardián se ha dormido! ¡Adelante!
—¡Mono, salta la muralla! ¡Vamos, preparaos! —dice Momotaro.
Y grita:
—¡Eh, vosotros, Demonios, Diablos, aquí estamos! ¡Salid! ¡Aquí estamos para venceros, Genios!
El Faisán con su pico, el Perro con los dientes, el Mono con las uñas y Momotaro con sus brazos, luchan denodadamente.
Los Genios, al verse perdidos, se lamentan y dicen:
—¡Nos rendimos! Sabemos que hemos sido malos, nunca más volveremos a serlo. Os entregamos el tesoro y todas nuestras riquezas.
Sobre una carreta cargan el tesoro y todas las riquezas que guardaban los Genios. El perro tira de la carreta, el Mono empuja por detrás y el Faisán les indica el camino. Y Momotaro, encima de los tesoros, entra en su pueblo donde todos lo aclaman como vencedor.

PARA MI CHICA LA MARGA (Martín Civera López)

Cuando Marga no está, todo es Marga.
Es Marga la pasta de mi tubo de dientes. Marga es mis orejas y las pocas ganas que hoy tengo de levantarme. Y también el vecino que me saluda y parece que diga Marga. Hoy más que nunca Marga es Argentina. Y ensalada con pechuga asada. Hoy Marga no es la siesta, porque pensando, pensando tampoco hoy me dejó dormir. Esta tarde son Marga mis piernas, que me llevan poco a poco como si fueran solas, sin contar con el resto de mi cuerpo, que, dicho sea de paso, también es de Marga. Y el agradable sonido de mis pasos en el suelo. Y mi respiración. Marga es Dostoievski. Y también Mario Benedetti y Miguel Hernández. Y mi Daniel Pennac. Esta tarde es Marga hasta Ana Rosa Quintana. Y café con leche y torta de nueces y pasas. Marga es las nueve y media y las diez menos cuarto y las diez y veinte.
Y es entonces, a eso de las diez y media, cuando Marga está, y todo lo demás no existe. Y sólo existe Marga.

ESPELUY (Saiz de Marco)

Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores (entonces los había, para distinguirlos de aquéllos en que sí se podía fumar). Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, a ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.

Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.

Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.

Tensión.

El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.

Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer no dice nada. Sólo dirige al fumador una mirada tierna, casi cómplice, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en una travesura. El niño también mira al fumador, y sonríe.

El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.

Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.

lunes, 12 de noviembre de 2012

REVOLUCIÓN (Slavomir Mrozek)

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por “ese cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario…

EL SUICIDA (Enrique Anderson Imbert)

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

BABEL (Saiz de Marco)

Hace tiempo que supe de la afición de mi tío a coleccionar diccionarios. Los tenía de casi todos los idiomas: indoeuropeos, árabes, semíticos, africanos, polinesios, precolombinos… Lenguas vivas y muertas. Incluso dialectos y lenguas inventadas.

Pero no suponía que tuviera tantos diccionarios. Cuando, tras morir sin descendencia, heredé su biblioteca, me entretuve hojeándolos durante varios días.

Llegó a obsesionarme una duda: ¿Habrá algo, aunque sea una sola palabra, que se diga igual en todos los idiomas? Así fue como encontré cientos de vocablos para decir nube, para decir ojo, para decir sí, para decir alfombra…

Un día que mi mastín entró en la biblioteca, se me ocurrió buscar “perro” y descubrí mil palabras para decirlo. Entonces empecé a llamarle con todos sus nombres: los que los humanos de todas las culturas hemos inventado para decir perro. A todas las palabras respondía, levantaba las orejas y me miraba.

Así que, en cierto modo, lo encontré. El lenguaje universal es el tono. Entonadas con afecto, en cualquier idioma las palabras significan afecto.